Así fue la muerte de Don Pedro, “El León de la Sierra”, durante un sangriento enfrentamiento con el Ejercito
Fue una balacera que reportaron por la frecuencia de radio policial la noche del Grito de Independencia. La alerta decía que un tiroteo a las orillas de Culiacán.
Por el rumbo nororiente, había dejado un reguero de cuerpos en el entronque de caminos conocido como la “y griega”, donde había un retén de la Policía Judicial Federal. Ese 15 de septiembre de 1978, un grupo de fotógrafos de prensa dejó la cobertura de los festejos patrios en palacio de gobierno, tomaron sus equipos y enfilaron rumbo al crucero que conduce a los pueblos La Pitayita y Tepuche.
Cuando llegaron, un destacamento de agentes federales tenía acordonado el lugar. Salvo el Ejército, no dejaban que nadie se acercara. Ni la policía municipal podía pasar. Los fotógrafos lograron retratar una camioneta roja que estaba a orilla del camino, a simple vista lucía múltiples perforaciones de grueso calibre en la carrocería y parabrisas.
Era una Ford de redilas modelo 1976 de doble rodada. Minutos más tarde un reporte informó que había por lo menos nueve muertos, tres de las víctimas eran mujeres. La escena no parecía un episodio más de las guerras del hampa en la capital de Sinaloa, la aparatosa movilización policiaca reflejaba que se trataba de algo mayor.
La balacera comenzó alrededor de las ocho de la noche. Un grupo de hombres armados venían de la sierra a bordo de dos camionetas, cuando se aproximaban al retén se les marcó el alto, la primera aceleró y de la segunda comenzaron a disparar. Fue un tiroteo que duró alrededor de cinco minutos.
Antes de la media noche, ante la magnitud del suceso, Cruz López Garza a quien los medios locales identificaron como jefe del Ministerio Público Federal y coordinador general de la campaña contra el narcotráfico, dio una conferencia de prensa en las oficinas de la PGR. Informó que había nueve muertos y seis heridos, cinco de ellos de gravedad. Entre los fallecidos estaban tres jóvenes mujeres de 16, 18 y 21 años de edad que venían con los pistoleros. “Posiblemente no tenían ninguna relación con el tráfico de drogas”, explicó el funcionario.
La bomba noticiosa de la noche fue que uno de los más famosos narcotraficantes a nivel nacional estaba entre los muertos. Se trataba de Pedro Avilés Pérez, quien se hacía llamar también Armando Guerrero Pérez, oriundo de la Ciénega de los Silva, poblado en la sierra de Chihuahua, limítrofe con Sinaloa. Era el jefe del grupo más fuerte de traficantes de droga en la frontera de Sonora con Arizona, que creció durante los años sesenta y se consolidó en la primera mitad de los setenta.
El fin de un ciclo
El cadáver de Avilés Pérez estaba tirado afuera de la primera camioneta, en los asientos estaban los cuerpos de las tres mujeres. Según el informe de la Policía Judicial Federal, su chofer y brazo derecho estaba sentado inclinado hacia un lado, se trataba de Juan Manuel Ruiz Soto, que se hacía llamar Jorge Santibañez Pérez.
En la parte de atrás junto a un charco de sangre yacía Rosario Monzón Ríos, su pistolero de cabecera. Tres individuos más asomaban sin vida en el segundo vehículo, eran Amado Félix López alias el Prieto, Leodegario Uriarte Meza y Románico Sariñana López, a quien se le encontró una credencial que lo acreditaba como agente judicial adscrito a la “Brigada Blanca”, el cuerpo paramilitar creado para combatir a la guerrilla por orden presidencial en 1976, integrada por judiciales, agentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y militares.
Durante la conferencia se informó que había 25 órdenes de aprehensión pendientes por cumplir contra Avilés Pérez desde cinco años atrás. Nunca fue detenido, y según el funcionario, durante ese tiempo la policía lo buscaba sin dar con su paradero.
El jefe de los federales nunca habló de que don Pedro, como le decían, estaba arreglado con los agentes judiciales comisionados en la delegación de Culiacán, pagaba para que no los movieran a otros lugares. Había uno que le decían el Jarocho, otros eran Abraham y Margarito, todos convivían con el grupo de traficantes formado entre otros por Roberto Alvarado, los jóvenes Emilio y Juan José Quintero Payán, Juan José Esparragoza Moreno y Armando el Chanate Félix. Algunos de ellos morirían en vendettas, otros caerían presos, solo uno de ellos llegaría a ser un capo famoso por su discreción.
Pedro Avilés Pérez no pasó por la escuela pero se hacía llamar “licenciado Burgos”. Le decían licenciado porque con fajos de billetes –o si se ponían necios a punta de pistola—, sacaba de la cárcel y alejaba de la mirada del gobierno a su gente cuando era detenida.
Era una muestra de su poder, donde la política y el crimen borraban divisiones frente el auge del tráfico de mariguana en los años sesenta. La crónica del narco en México apunta a Avilés como el primero en transportar volúmenes importantes de cannabis en camiones tortón y tráiler. Su red iba de Culiacán a San Luis Río Colorado, donde tenía propiedades. Cuando en septiembre de 1969 el presidente estadounidense Richard Nixon anunció el cierre unilateral de los pasos fronterizos para buscar disminuir el tráfico de drogas con la llamada “Operación Intercepción”, Pedro se convirtió en el precursor en el uso de avionetas para transportarla a través del desierto. El remolino juvenil sesentero pedía la “droga de diversión” de Texas y California.
Quizá por eso su muerte aquella noche marcó el fin del primer ciclo del narcotráfico en México.
El León de la Sierra
Pedro Avilés Pérez se convirtió en el primer jefe mafioso muerto en enfrentamiento con la policía tras el inicio de la Operación Cóndor, como se llamó la primera gran estrategia militar de erradicación de cultivos de droga y detención de narcotraficantes, lanzada por el Ejército mexicano en enero de 1977 en respuesta a la exigencia estadounidense de frenar el narcotráfico desde su origen.
Su personalidad resumía la creencia en torno al imaginario del narco que se impuso como referencia a partir de entonces. El aura del traficante como la suma de carácter, temple, comportamiento, “espíritu bragado, bravío y bronco”, esenciales para la creación del mito.
A don Pedro, alguien cercano que lo conoció lo recordaba como un hombre de complexión delgada, “era más bien chaparro, de 1.65 metros de estatura, tez morena y lampiña, de cabello oscuro”. De voz ronca como locutor de radio, de buen trato no hablaba con groserías, era respetuoso, no hacia bromas, y a todo mundo le hablaba de usted.
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“Pedro Avilés fue de los primeros traficantes en traer un grupo de gente armada en carros que se paseaba por la ciudad y por los ranchos. Todos los que andaba con él eran gente de arranque y resuelta. Todos eran gallos jugados (…). Los rifles que portaban eran R-15, llamado desde entonces chanate, por aquello del color negro. Él portaba dos pistolas .45 por cada lado de la cintura, cubierto por la camisa del traje coordinado, de colores claros como azul, café y beige. Vestía solo coordinados y no usaba sombrero ni gorra. Por dentro de la pierna del pantalón traía una pistola revolver de cañón corto, calibre .38 especial, dentro de una funda ligada a la pierna con una correa de vaqueta. Esto como precaución para defenderse cuando estaba sentado en algún restaurante o bar (…).Pedro usaba en la ciudad un Ford Galaxy de cuatro puertas sin puente, color café. No usaba blindaje, por no necesitarse, ya que no había en la mafia conflictos internos. Se mataban, pero de cara a cara. Él pagaba a muchachas colegialas o que se vestían de colegialas, para despistar a la judicial o al Ejército. Las jovencitas eran su blindaje. Él andaba en el asiento de atrás junto con alguna y delante andaban otras (…)”. [1]
Avilés era la cabeza de playa de la generación de traficantes que a finales de los años sesenta visibilizó su presencia en las calles de Culiacán. Fue cuando la “belicosidad primitiva” comenzó a campear con las sangrientas disputas por el crecimiento del negocio y la llegada de la cocaína.
Se paseaban por la avenida Álvaro Obregón, la principal de la capital sinaloense, “tomaban por asalto varias cuadras” en camionetas y con banda. La Policía Judicial estatal solo daba vueltas cuidándolos. Al estacionarse sacaban sus fusiles M-1 y los ponían sobre el cofre de los autos Galaxy-500 que parecían lanchas. Había una marisquería que le decían el Chino, por la calle Juárez y Andrade, todo mundo llegaba ahí, artistas, políticos, era el lugar donde convivían narcos y judiciales, recuerda un exempleado del establecimiento.
El mito alrededor de don Pedro comienza desde su fecha de nacimiento. Elaine Shannon en su libro Desperados, al que Carlos Monsiváis llamó “apología semioficial de la DEA”, la agencia fundada en 1973 años después de que prosperó la red de Avilés Pérez, refiere que nació en 1940 y se inició como traficante de heroína junto a sus hermanos Heriberto y Manuel en el sur de California y Arizona.
José Alfredo Andrade Bojorges, abogado de Amado Carrillo Fuentes el capo más célebre de los años noventa, decía que Avilés Pérez “nació y creció en medio de las drogas en los años treinta”. En su libro La historia secreta del narco. Desde Navolato vengo, recuerda que le decían el León de la Sierra por su origen en las montañas del Triángulo Dorado, de donde salió para Culiacán de muy joven para abrir camino hacia la frontera. “Aprendió a meterse entre las estrategias de los gringos, a que no lo utilizaran, sino a tratar de que pudieran salir las mejores condiciones. Solía decir: ‘Ellos se levantan todos los días a ver cómo pueden chingarme y yo a no dejarme’”.
El lugar donde murió Pedro Avilés en la salida de Culiacán rumbo a Tepuche, forma parte de una geografía trazada por la simbología de las vendettas. Hoy día existe allí, a orilla del camino, un cenotafio, un sepulcro vacío formado por una cruz junto a una pequeña capilla, donde hay una inscripción que dice que nació en abril de 1948.
Un globo con rosas de plástico ondea en lo alto junto a la capilla, es la forma de recordar al hombre que encabezó la segunda generación de traficantes de droga. En este lugar comienza la historia que encumbró a partir de entonces a Miguel Ángel Félix Gallardo, el hombre que llevó al narcotráfico a otro nivel con el auge de la coca, y que abonó la razón de ser de la DEA.
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