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Las ventajas de ser un reo con dinero en una cárcel mexicana

Un penal ubicado en el estado norteño de Durango es muestra de que para disfrutar la vida no es necesario ser libre, sino tener una buena cuenta bancaria, saber con quién juntarse y a quién sobornar.

Una fiesta.
Una fiesta con mucho tequila y música de banda.
Una fiesta con mucho tequila y música de banda dentro de una cárcel de Durango, al noroeste del país.

Los reos que cumplen una condena en este Centro de Readaptación Social (Cereso) 1 bailan hasta entrada la noche. Algunos hombres y mujeres asisten a la celebración perfumados con lociones Calvin Klein y Lacoste, van con relojes Nautica en las muñecas, cinturones de cuero bordado y cadenas de oro con sus nombres grabados en letras cursivas.

Todo esto está prohibido tras las rejas. Pero en las cárceles estatales mexicanas nada es imposible.

Los festejos como este eran frecuentes en el Cereso 1, dice Jorge, quien utiliza ese nombre por motivos de seguridad. Él estuvo preso ahí hasta 2015 y asegura que los reclusos adinerados podían gozar de beneficios. Sólo había que saber con quién juntarse y a quién sobornar.

Pero los lujos, los pequeños excesos, sólo duraban hasta la siguiente gran riña o intento de motín. Y eso era frecuente: muchos reclusos pertenecían a grupos criminales rivales. Cuando había enfrentamientos, policías federales llegaban a tomar control de la cárcel, hacían cateos violentos y les decomisaban todo lo prohibido.

Luego el ciclo se repetía. Una vez. Otra vez. Vivir tras las rejas con ciertas comodidades dependía de una cadena de favores con precio.


Un año de parrandas y botines perdidos

En 2011 hubo muchos disturbios en esa prisión de Durango, y las irregularidades que eran el pan de cada día, se hicieron aún más evidentes. El 9 de marzo una riña entre reclusos terminó en un operativo policial que dejó al descubierto el arsenal de granadas, rifles AK-47, cartuchos y latas de cerveza que los internos escondían en sus celdas.

El tiroteo entre los reos se extendió por un par de horas, uno de ellos resultó muerto y dos guardias fueron internados en un hospital por heridas de bala.

El 18 de mayo se repitió la escena, pero la agresión se llevó a cabo con fusiles y armas cortas. En aquella ocasión el saldo fue de nueve muertos, seis heridos, colchones quemados y señalamientos de autogobierno. Fueron 20 minutos críticos, pero la tensión duró toda la noche.

Según cartas de los prisioneros, la intervención de las fuerzas federales fue especialmente violenta en esa ocasión. Una vez contenida la balacera entraron por la fuerza en sus “departamentos” —así llamaban a los dormitorios— y les quitaron por igual electrodomésticos, joyas y hasta dinero en efectivo.

El botín confiscado incluía televisiones, reproductores de DVD, grabadoras y laptops. También se llevaron refrigeradores donde guardaban bebidas y alimentos, así como cafeteras y parrillas eléctricas. No más películas. No más bocinas para poner música en las parrandas de fin de semana. No más cervezas heladas.

Los reclusos también se quedaron sin gafas Armani, sus anillos de oro con piedras preciosas y hasta los taladros que escondían bajo el colchón. Nadie supo qué destino tuvieron sus pertenencias. Los federales se las llevaron sin dar cuenta de nada.

Todos ellos tenían derecho a inscribirse en cursos de carpintería o de confección de artículos de cuero, y durante el día podían trabajar dentro de sus celdas. Los propios custodios les proporcionaban desarmadores, sierras y puntas de metal para brocado. Por la noche, se supone, devolvían las herramientas. Pero no siempre era así. Cada cateo lo confirmaba y el de esa noche no fue la excepción.

Al día siguiente a ningún reo se le sirvió comida. Ellos supusieron que fue en represalia tras lo ocurrido horas antes. Las mujeres presas fueron las únicas que exigieron a las autoridades del penal sus raciones de alimentos pero la contestación no dejó espacio para dudas: en vez de darles comida, las obligaron a desnudarse y acostarse boca abajo en un patio común.

Luego de este hecho los internos pidieron lapiceros, papel y mucha ayuda a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La respuesta institucional a sus cartas llegaría un año y cuatro meses después, en una recomendación dirigida al entonces gobernador de Durango, Jorge Herrera Caldera.


“Quien diga que las cosas han mejorado, miente”

En 2011 la CNDH dio una calificación promedio de 6,41 —en una escala de diez— a las cárceles estatales mexicanas. El Cereso 1 de Durango tenía 6,63, sólo 22 décimas arriba de la media nacional.

De acuerdo con observadores de la dependencia, las instalaciones eran adecuadas y contaban con 13 módulos: siete para sentenciados, tres para procesados, uno exclusivo de mujeres, otro para los juzgados con el Nuevo Sistema de Justicia Penal y el último reservado para internos con problemas psiquiátricos.

En ese entonces no había sobrepoblación, pues el penal albergaba a un total de 1.499 reos, cuando su capacidad máxima era de 1.800. La comida, según dejaron escrito los visitadores, era regular. Pero el diagnóstico era infalible: los presos eran quienes gobernaban adentro.

“El autogobierno ha propiciado la violencia al interior del penal, la incidencia de violaciones a derechos humanos, el tráfico de objetos y sustancias prohibidas, además de la posesión de armas de fuego e instrumentos de agresión”, dice el documento que la Comisión envió el 27 de septiembre del 2012 al gobierno del estado.


La última calificación nacional de Ceresos se publicó en 2016. En ella, la media nacional bajó 14 décimas respecto del 2011 y Durango descendió 12 respecto del mismo año. No obstante, ahora se han documentado otros problemas.

El más reciente Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria confirma que en el Cereso 1 existe sobrepoblación, hacinamiento y violaciones a los derechos humanos de los internos. De igual forma, se identificó la continuidad de actividades ilícitas, falta de condiciones en el área médica y de actividades de reinserción social.

Jorge, el reo que estuvo recluido en ese penal, asegura que desde que estaba preso la situación había estado así de viciada. Pero nunca se atrevió a ponerlo en papel. Según dice, ahora sólo es más visible. “Quien diga que las cosas han mejorado en el Cereso, miente. Por muchos motivos, las condiciones ahora son mucho peores.”