Tamaulipas, un trozo de infierno en la frontera; ‘Espérate, que hay balacera’ y me cuelga.
La frontera de Tamaulipas padece el conflicto entre el Cártel del Golfo y Los Zetas, ambos dedicados al secuestro y la extorsión para financiar la guerra con el otro y con el Estado.
NUEVO LAREDO, México. De tanto que llama, las emisoras de Tamaulipas la conocen por “doña Chely”.
—¿Por qué casi nunca hablan de la violencia en México? ¿Eh? ¿Por qué no hablan? Tantas cosas que hay: muertes, esto y el otro. ¿Por qué no hablan de eso? ¿Se creen muy valientes los mañosos? Que se agarren a balazos con los soldados o con la Marina. ¿Cómo no se agarran a balazos entre ellos mismos? ¿Se tienen que meter a las casas? ¿Así se creen hombres?
Los locutores contestan con un “Ta’ bueno, ta’ bueno” antes de colgar la llamada y pasar al siguiente tema: de La Adictiva Banda San José de Mesillas, ‘Te dirán’.
—En la radio no dicen nada, pura música. Pero yo sí les digo sus verdades –se queja ‘doña Chely’.
Aracely Gómez vive en el lado estadounidense del Río Grande, en la colonia Sahara del condado de Hidalgo, Texas, uno de los más pobres de Estados Unidos. Y al otro lado viven sus hermanos y su madre, en El Anhelo: una de las colonias de la ciudad fronteriza de Reynosa donde las facciones del Cartel del Golfo y Los Zetas secuestran, extorsionan, torturan y libran batallas campales por el control del territorio o contra las fuerzas federales.
—A mi hermana le hablo seguido y me dice: ‘Espérate, que hay balacera’ y me cuelga. Yo le digo: ‘Ay, manita, escóndete por ahí, esconde a los niños’. Como mi hermana vive al lado del monte, se pasan los mañosos y está feo.
Hace menos de un mes — El Anhelo amaneció bajo un tiroteo entre los soldados del Grupo de Coordinación Tamaulipas y las bandas, que comenzó a las 2.15 de la madrugada en el libramiento de Monterrey y acabó dos horas después con un “civil agresor abatido”. Una semana antes en la calle Portes Gil apareció el cuerpo de un estilista de 26 años: bocabajo sobre un pozo de sangre y con un tiro en la cabeza.
La situación no es mejor en otras colonias ni en otras ciudades del estado, donde las organizaciones criminales y el gobierno despliegan su poder de fuego. El mes de julio, 14 personas fueron ejecutadas en Ciudad Victoria, 11 de ellas —dos hombres, siete mujeres y dos niñas— eran parte de una misma familia. Hace un año, un helicóptero Black Hawk de la Marina fue tiroteado cuando sobrevolaba la frontera con el estado vecino de Nuevo León.
Solo en Tamaulipas el Instituto Nacional de Estadística y Geografía de México (Inegui) ha contabilizado 6,169 homicidios entre los años 2009 y 2015. En 2016, entre enero y mayo, se han registrado 527 homicidios, 3.4 por día en toda la entidad, según cifras del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública.
Una encuesta realizada en abril de este año por Cronkite News de la Universidad Estatal de Arizona, Univision y el Dallas Morning News en 14 poblaciones de la frontera de México y Estados Unidos revela que los habitantes de Tamaulipas son quienes se sienten más inseguros en sus ciudades: en Matamoros el crimen es la principal preocupación para el 81% de la muestra, y en Nuevo Laredo lo es para el 75%.
Que la violencia en el estado haya alcanzado estos niveles, explica la investigadora de la Universidad de Brownsville Guadalupe Correa Cárdenas, ha sido en parte consecuencia de la militarización de los carteles de la droga que comenzó en esta región a principios de siglo. “El líder del cartel del Golfo, Osiel Cárdenas, cambió la cara de la delincuencia organizada al introducir a Los Zetas como su brazo armado”, señala la socióloga.
Los Zetas son un grupo paramilitar constituido por desertores del Ejército mexicano y más tarde, del guatemalteco. Nacieron en Matamoros y se hicieron fuertes en Nuevo Laredo. Tras el arresto de Osiel Cárdenas Guillén —el 14 de marzo de 2003—, entraron en conflicto con el Cártel del Golfo por el control del tráfico de drogas hacia Estados Unidos a través de ese sector de la frontera.
Como consecuencia de la presión ejercida por México y Estados Unidos a ambos lados de la línea fronteriza —de los controles implementados por Washington a partir de los ataques del 11-S y de la guerra contra el narco declarada por Felipe Calderón en diciembre de 2006—, estos carteles comenzaron a dedicarse a otros negocios menos rentables que el trasiego de estupefacientes, pero que les garantizan el efectivo necesario para financiar el contraataque armado.
“Estos llamados carteles de la droga ya no son ni cárteles ni se dedican simplemente al narcotráfico”, dice Correa Cárdenas.
Extorsionan, trafican con personas e hidrocarburos y secuestran por todo el valle del río Grande y la línea fronteriza que comparten con el sur de Texas los estados mexicanos de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. Se cuentan entre sus víctimas tanto los grandes comerciantes como los migrantes pobres y los vendedores callejeros.
"El río tiene quien lo cuide"
Esta vez lo levantaron en la orilla. Lo subieron a un carro, le taparon los ojos y lo metieron a una casa en ruinas de Nuevo Laredo, que estaba a dos cuadras de un cuartel militar. Ahí estuvo un día, secuestrado.
“Una vez pasé por Matamoros y no me detuvo nadie. Pasé tranquilo hace 17 años. Pero ya el río tiene quien lo cuide. El que quiera cruzar tiene que pagar una cuota”.
En 1999 este albañil chiapaneco cruzó el Río Grande hasta Bronwsville, solo y sin visa, trabajó como obrero para una constructora que le pagaba 200 dólares a la semana y al cabo de un mes regresó a México porque tenía hijos pequeños que extrañaba. En mayo de 2016 volvió a intentarlo: pagó 2,500 pesos (unos 138 dólares) por el viaje en autobús desde Chiapas hasta Nuevo Laredo y apenas se acercó al río para medir dónde cruzarlo, seis hombres se lo llevaron.
“Esos señores que me levantaron…no puedo hablar mal de ellos, porque no me golpearon. Pero a los centroamericanos sí que les pegaban duro”, cuenta el albañil chiapaneco, que ahora comparte refugio con otros sesenta hombres y mujeres en una casa de acogida de migrantes de Nuevo Laredo.
El Valle del Río Grande, Laredo y Del Rio son los tres sectores de la patrulla fronteriza donde ocurrieron la mayoría de las detenciones de migrantes que intentaron ingresar sin visa a Estados Unidos por vía terrestre en 2016. En el total, fueron 60,867 familias (88.9% del total nacional) y 28,608 niños viajando solos por esta ruta (71.5%). Todos provenían de El Salvador, Guatemala, Honduras y México.
La mayoría de los centroamericanos viajaron como polizone s sobre el tren de mercancías conocido como La Bestia hasta alguna de las ciudades fronterizas mexicanas, luego de pagar miles de dólares a traficantes. A Nuevo Laredo suelen llegar cuando aprieta el calor, entre junio y julio de cada año, después de varios meses de viaje.
“Vienen nerviosos, se nota que tienen miedo, que son migrantes y las gentes que hacen daño los detectan rápido y es muy fácil de agarrarlos y llevárselos”, dice el pastor a cargo de un refugio ubicado a cinco cuadras de las líneas del tren, adonde van a parar algunas de las víctimas centroamericanas de los secuestros.
Tanto los migrantes como los activistas o religiosos que les prestan ayuda en los centros de acogida se refieren a las bandas que controlan el paso del río como “la gente mala”, “los mañosos”, en genérico. Sin mencionar individuos ni organizaciones por temor a mayores represalias.
“Muchas veces me han llegado algunos mutilados de los dedos. Los mutilan para hacer que las familias (en Estados Unidos o Centroamérica) respondan con dinero. Algunas veces los matan, algunas veces los meten a fuerza a trabajar con ellos, ya sea vendiendo drogas o haciendo daño a las demás personas”, explica el pastor.
Los utilizan como halcones o mulas, para vigilar lo que pasa en cada esquina o para acarrear mochilas de droga al otro lado del río. Algunos ya han pasado por las maras, las violentas pandillas de Centroamérica, y les resulta sencillo reincorporarse a la delincuencia de la frontera de México ganando más dinero. Deambulan por las plazas, drogados y tatuados.
“En algunas ocasiones alguno me llama o me dice en internet que se ha arrepentido —comenta el pastor— pero a veces es muy tarde cuando la persona se arrepiente”.
Estado militar, silencio sepulcral
En términos generales, las cosas están más calmadas en Tamaulipas si se las compara con los primeros años de la guerra entre Los Zetas y el Cartel del Golfo: 963 homicidios en 2010; 1,097 homicidios en 2011; 1,557 homicidios en 2012.
“Sí hubo un tiempo donde estuvo muy feo, dondequiera había muertos. Había días que no podíamos salir a la calle ni siquiera a comprar. Los niños no podían ir a la escuela porque dondequiera había balaceras. Desconozco cuál sea la razón”, relata un vendedor en la Plaza Hidalgo de Nuevo Laredo.
Fue en esa época cuando muchas de las casas del centro fueron abandonadas por sus propietarios que huían de la violencia.
Según el gobierno, el descenso de los homicidios y otros delitos como el secuestro se debe a la eliminación de las policías municipales y al despliegue de las fuerzas militares, ordenada en mayo de 2014 por el secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong. Desde entonces, es el Grupo de Coordinación Tamaulipas quien está a cargo de la seguridad y el combate a los carteles.
Uno de los detonantes de esta medida fue el asesinato del jefe de inteligencia de Tamaulipas, Salvador Haro Muñoz, la misma semana que asumió el cargo. El 5 de mayo de 2014, Haro Muñoz se internó en el barrio Altavista de Ciudad Victoria para investigar una denuncia anónima y fue emboscado por unos veinte sicarios de Los Zetas, apostados en los techos de las casas en el cruce de las calles 42 y Ocampo. Dos días más tarde las autoridades revelaron que un grupo de policías estatales fue cómplice del asesinato.
Ese mismo mes, más del 50% de los policías municipales de Tamaulipas reprobaron el examen de control y confianza al que los sometió el gobierno, para medir a través de pruebas de polígrafo, antidoping y socioeconómicas si tenían relación con el crimen organizado.