Los Zetas pensaron que estaba muerta; ella cuenta su pesadilla que vivió dentro del Penal II de Nuevo Laredo
Todo comenzó en Nuevo Laredo, Tamaulipas, a finales de 2011. Norma no olvida la fecha. Y con los detalles le escurren las lágrimas.
Cuando Norma Mendoza López fue detenida y trasladada al penal de Nuevo Laredo, Tamaulipas, pensó positivamente: todo saldrá bien, las cosas se aclararán y no tardará en salir libre. Pero no. Todo se convirtió en una pesadilla extendida. Y duele. Los recuerdos duelen.
Dentro de la camioneta que recorría las calles de Nuevo Laredo, el militar que iba junto a ella le ordenó que se agachara; justificó que le podrían dar un balazo si se enteraban Los Zetas de su traslado. Ella sólo se recargó en la puerta. Molesto, el militar le ordenó que se acostara boca abajo, ella cree que para poder verle las nalgas.
Al llegar a la zona de ingreso del penal, seguía confiando en que todo se trataba de un mal entendido. Pensó que sería liberada inmediatamente.
Pasaron los minutos. La ansiada liberación no llegaba. Sentada sobre una camilla del área de enfermería, no pudo contener las lágrimas que le brotaban y se escurrían por sus mejillas.
Cuando esperaba que el médico terminara de revisar a sus amigos, escuchó una voz tras una puerta: “Ya llegaron unos nuevos”. Entonces comenzó a llenarse el espacio y al poco tiempo ya había más de diez personas en la habitación.
Los recuerdos de Norma siguen brotando: “Llegó con ellos una que le dicen Mireya ‘Tongolele’. Nunca se me va a olvidar, porque me agarró de los pelos y me llevó a donde estaba el consultorio del doctor y me empezó a cachetear y me dijo ‘eres de Reynosa, eres una mugrosa’. Yo estaba espantada”.
Sobre su cabeza sintió la pesada mano de un hombre al que describe como alto y gordo, con toda la dentadura cubierta con… ¿oro?.
Él la tomó del pelo y la sacó a un corredor donde hay una malla ciclónica que dirige a la zona de carpintería.
La cara de Norma fue oprimida a la protección metálica durante todo el trayecto en el lugar donde durante los siguientes ocho días, sería lo más parecido a una sala de tortura.
En ese lugar ya estaba Manuel. Alrededor de siete internos lo golpeaban hasta el cansancio.
A sus 32 años, Norma, de piel aperlada y ojos color café, conserva un aire jovial. Ya pasaron siete años de su “pesadilla”, pero sigue esperando justicia por todo lo que vivió a manos de miembros del crimen organizado, en complicidad con las propias autoridades estatales y federales.
Y, pese a todo, parece no haber perdido el júbilo con el que vivía en 2011, cuando conoció a Manuel en Reynosa.
Él la invitó a pasar dos días con él en Nuevo Laredo. Aunque su madre le pidió que no fuera, ella creyó que le venía bien divertirse un poco.
En 2011, Norma trabajaba toda la semana como secretaria en un despacho de abogados y después de que su marido la dejó -tras nueve años de matrimonio y con cuatro hijos pequeños que mantener-, quería una nueva oportunidad en el amor. Le hizo caso a su pretendiente pese a los consejos de su madre.
Se hospedó con Manuel en un hotel y cuando pasó junto a la alberca, un grupo de hombres le gritaron que se bañara con ellos. Los ignoró y siguió su camino hacia una tienda Walmart.
Regresó un par de horas después, pero en la habitación no sólo la esperaban Manuel y su amigo Ricardo: también había cuatro hombres vestidos de militares.
“Ya tenía mis credenciales y tarjetas del banco. Me dicen ‘ya la estábamos esperando’”.
“Me senté, estuve como media hora. Llegaron dos más vestidos de civil con pantalón azul, suéter negro y encapuchados; con computadoras. Me empezaron a hacer preguntas y yo contestaba”.
Uno le soltó a otro: “ella está limpia”. Pero los elementos militares se llevaron a los tres.
Los había conocido apenas un mes atrás y ese sábado, 12 de noviembre 2011, quedó grabado en su mente hasta ahora.
En la Séptima Agencia del Ministerio Público estuvieron detenidos por dos días.
Ahí reconoció a uno de los mandos como parte del grupo de hombres que la invitaron a “convivir” con ellos en la alberca, cuando le dijo que si se iba con él quince días, la dejaba libre.
Brotan más recuerdos:
-Yo no tengo por qué irme con usted, si yo no he hecho nada. Yo de aquí salgo porque no hice nada. No tiene por qué detenerme si no trae ninguna orden de aprehensión y me están sacando de un hotel-, puntualizó ella.
-Pues entonces aquí te vas a quedar detenida por apretada. Ayer que pasaste por la alberca te estuvimos hablando y no nos hiciste caso.
En su declaración frente a su abogado de oficio, no pusieron nada de lo que Norma dijo. Al contrario, querían que firmara que ella había declarado que fue detenida como halcona -un término usado en México para los que hacen el ‘trabajo’ de vigilantes del narco- y porque supuestamente portaba aparatos de comunicación, así como 3 mil 200 de pesos. Norma se negó a firmar rotundamente.
“Ésta te salió fierita”, comentó la que redactaba en el MP al abogado, quien estaba parado frente a ella sin decir nada.
“Le dije ‘¿y usted quién es?’, y ella dijo: ‘es tú abogado’, no pues le dije que él estaba ahí para defenderme, no para acusarme, y si va a estar así, mejor ni hable”.
En el expediente 178-2011 de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Tamaulipas se describe a la Secretaría de la Defensa Nacional como el denunciante, por el delito de “atentados contra la seguridad de la comunidad. Probable Responsable (s): Juan Manuel Ibarra y Otros”.
A Norma no la dejaron hacer llamadas y le advirtieron que no tenía derecho a nada.
El lunes 14 de noviembre por la mañana le dijeron que ya ‘se iba’. Y ella pensó que se referían a que por fin podría volver a casa.
Pero le pusieron de nuevo las esposas, la subieron a una camioneta custodiada por militares y la llevaron al Centro de Ejecución de Sanciones (Cedes).
Cuando era golpeado por los internos, miembros de Los Zetas, en el taller de carpintería, Manuel trataba de desligarla de todo.
Les decía que ella no tenía nada que ver, que era inocente. Incluso, la insultaba, para que sus verdugos no creyeran que era una persona importante para él y la dejaran al margen de la situación.
Al ver la tortura a la que lo sometían, Norma cayó en cuenta que a su entonces pretendiente lo acusaban de pertenecer al Cártel del Golfo.
“A mí me temblaban las piernas y cuando preguntaron quién era yo, Manuel empezó a decir cosas feas mías, dijo: ‘esa es una que nos trajimos de Reynosa, es una cualquiera, pero ella no tiene nada que ver en esto, déjenla’”.
Norma traga saliva con los recuerdos que siguen fluyendo. Contiene las lágrimas y se le quiebra la voz al ver a su madre escuchándola.
“Tú deberías de salirte de aquí”, le recomienda durante la entrevista con esta reportera. Era de uno de esos consejos de hija a madre, en busca de que ésta no tenga un mayor sufrimiento. Porque la herida no sana. Y duele. Hasta el recuerdo duele.
La madre de Norma ha sido fuerte desde el primer día en que no supo dónde estaba su hija; sin embargo no conocía ciertos detalles del suceso.
Norma había preferido mantenerla al margen de los detalles crueles.
Pero los recuerdos siguen fluyendo:
Dos sujetos la tomaron de los hombros. Uno de cada uno. Le bajaron los pantalones, la ropa interior y otro le propinó los primeros quince tablazos en las nalgas, piernas y espalda.
Pese al dolor y el miedo, ella seguía de pie.
“Me decía el muchacho, ‘tírate al piso’. Yo no me tiraba, le dije: ‘¿para qué, para que me levantes de otro golpe?’”.
Querían que confesara ser parte del Cártel del Golfo. Fueron turnos de 15 tablazos durante horas. Horas, no minutos. Cuando al fin soltaron la tabla, se dedicaron a abusar sexualmente de ella. El final de la tortura y el abuso lo recuerda ya de madrugada. Cree que eran las 2 o 3 de la mañana del día siguiente.
“Hay algo que recuerdo bien. Cuando estaba parada y ya traía el pelo suelto, estaba con la cabeza agachada, eso fue ya en la noche, yo creo que ya estaban pensando en violarme y le dice uno al otro ‘dile que te la chupe güey’.
“El muchacho estaba sentado y nomás me le quedé viendo, bien enojada, y le dijo ‘no, ya viste cómo me está viendo. Si se la meto me la arranca’. Yo no le quitaba la mirada de encima”.
Ya de madrugada fueron dos mujeres por ella. Eran Rubí y Damaris, quienes decían ser las “encargadas” del área femenil.
Para entonces, Norma sangraba de los glúteos, la espalda y las piernas, pero ellas no se compadecieron y la seguían golpeando. La desnudaron y le robaron su ropa. Y la aventaron en una celda inmunda, donde la llegaban a alarmar después con los típicos baldes de agua fría.
Recuerda que le arrancaron las uñas y le quemaron el cuerpo con cigarros. No podía caminar, y a rastras la hacían que fuera a limpiarles su celda.
“Tenía como cinco días sin comer y me preguntaron que si tenía hambre y para mi mala suerte iba pasando una cucaracha. Me hicieron que la masticara, se me salían las lágrimas del coraje”.
Una noche se la llevaron a un salón donde tenían computadoras; ahí estaba Manuel, aún más herido que ella.
Le mostraron fotos de rostros de hombres. Le preguntaron si los conocía, ella lo negó, entonces le apuntaron con un arma, cortaron cartucho.
Entonces pensó que estaba viviendo su último minuto de vida. Pero no lo fue.
“Pensé ‘Dios cuida a mis hijos’”, dice ahora entre lágrimas.
En aquel momento a través de radios avisaron de la entrada de los “negros” (policías estatales). Y la devolvieron a su celda para continuar el martirio al que las reclusas la sometían diariamente.
*****
El 21 de noviembre de 2011, una convicta alta y corpulenta la levantó del catre en el que yacía, la tiró al piso y agarrándose de dos barrotes, tomó vuelo hacia arriba y se dejó caer sobre su frágil cuerpo.
Fueron diez veces las que cayó encima de su estómago, hasta que se rindió y la dejó mal herida. Los siguientes minutos Norma vomitó sangre hasta que llegó una custodia a ver si estaba viva.
Después de perder el conocimiento, despertó cinco días después en la Clínica La Fe, de Nuevo Laredo.
La información médica es contundente: le quitaron una cuarta parte del hígado, le extirparon la vesícula, la atendieron de múltiples fracturas, incluyendo de costillas; tenía hemorragia interna e inflamación cerebral.
Tiempo después se enteró de la gravedad: la habían dado por muerta desde que la sacaron del penal.
Dos celadores la llevaban a la morgue. En el traslado uno de ellos escuchó un leve quejido y le dijo al otro: “Ésta no va muerta”.
En la clínica La Fe los médicos trabajaron durante horas con un solo fin: salvarle la vida a Norma.
El 4 de diciembre de 2011, fue sometida a una cirugía en la que le retiraron la piel muerta que tenía en la espalda, glúteos y piernas.
Desde entonces ha sido intervenida 14 veces, dos con tratamientos de células madre y algunas cirugías plásticas para la reconstrucción de su cuerpo.
Su familia se enteró que la habían arrestado porque llamaron a su padre para informarle, cuando ya había pasado más una semana.
Su madre y su hermana vivieron un viacrucis tratando de ubicarla en el penal y en los hospitales, hasta que después de quince días, por fin los directivos admitieron que estaba internada.
Por orden de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, se inició el trámite para que le fuera declarado el Protocolo de Estambul.
Dicho sistema es una guía que contiene las líneas básicas, con estándares internacionales en derechos humanos, para la valoración médica y psicológica de una persona que se presuma o haya sido víctima de tortura o algún mal trato.
Para ser declarado, Norma fue sometida a una minuciosa valoración médica y psicológica, durante seis horas diarias en un lapso de ocho días.
“El psicólogo me pidió que le contara todo. Me agarré llorando. Recuero que cerré los ojos y le dije todo. Para cuando terminé de contar y abrí los ojos, estaba en el rincón del cuarto tirada en posición fetal y él sentado a un lado mío. Me levantó y me dio un abrazo fuerte. Me dijo: no necesito ver más”.
Semanas después fue certificada como la primera mujer mexicana viva y torturada en 2011, a quien se le entregó el Protocolo de Estambul.
El 14 de enero de 2015, luego de más de tres años de la querella legal, fue absuelta y puesta en libertad.
Hoy está de nuevo junto con sus hijos y sus padres. Y encontró una nueva oportunidad en el amor.
Aunque aún necesita más intervenciones quirúrgicas -que podrían ocupar todo su tiempo y mente-, Norma no deja de buscar la justicia. Por ahora tiene planeado demandar a la Sedena.
Manuel murió en el penal de Nuevo Laredo, oficialmente de un “paro cardiaco”. Ricardo aún está recluido pero se desconoce en qué condiciones.