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"Mamá, ya no te portes mal para que mi papá no te pegue"

El día que Gaby dijo “basta” fue una mañana en la que casi pierde la vida. Golpeada y temblando de miedo, tomó de la mano a sus tres hijas y huyó del que había sido su hogar los últimos 15 años. Atrás dejó todo. Ropa, papeles importantes y la promesa de un matrimonio que duraría toda la vida. 

El hombre que juró amarla y protegerla era el mismo que casi le provocaba la muerte.

El martirio comenzó en 2011. Después de seis años de casada, el cuento de hadas terminó. Las agresiones verbales se convirtieron en empujones, en jalones de cabello y en golpes. En la última discusión, su agresor la amenazó de muerte. “Me golpeó con un tubo. Me pegó en la cabeza, en todo mi cuerpo y me apuntó con una pistola”, recuerda con voz temblorosa. Con la poca fuerza que le quedaba, Gaby corrió con sus hijas hasta un centro de apoyo. Ahí fueron canalizadas a un refugio para mujeres que sufren de violencia en la capital.

Desde esa fecha tiene que cuidar que nadie conozca su paradero, porque su vida y la de sus pequeñas corre peligro.

En 2015 se tenía registro de mil 461 mujeres y niños que habitaban en alguno de los 86 refugios de este tipo que hay en el país, de acuerdo con el Censo de Alojamientos Sociales del Inegi. Sin otro sitio para esconderse, estos lugares se han convertido en la principal salida para quienes no pueden continuar con su rutina normal a causa de la violencia. En promedio, mil 760 mujeres y sus hijos ingresan a un refugio anualmente desde 2008.

El año con el registro más alto fue 2011: 2 mil 118 víctimas de agresiones.


“Cuando las mujeres salen de su casa, salen huyendo. Lo dejan todo por salvaguardar su vida y las de sus pequeños. De no hacerlo, probablemente estarían muertas”, explica Rocío Carrasco, directora del Refugio de Mujeres para una Vida Digna Libre de Violencia.

De la casa al refugio
La vida de Gaby y sus hijas ahora se rige por horarios. Todos los días se levanta a las ocho de la mañana y hace el aseo de la habitación que comparte con ellas. Toma un baño y alista a sus niñas, quienes continúan sus estudios de primaria y preescolar, pero debido al riesgo que existe no pueden salir del alojamiento. Ninguna sale. Las clases comienzan a las 10 de la mañana. En 2015, se tiene el registro de 437 menores que tuvieron que modificar sus hábitos escolares al vivir en un refugio, según los datos del Inegi.

Mientras sus hijas estudian, Gabriela acude a los talleres que ahí ofrecen. Bisutería, creación de peluches, repostería, plomería, baile o inglés, cualquier actividad que las distraiga de los recuerdos de su vida de violencia. A las seis de la tarde, madres e hijos asisten a terapia para sanar las principales heridas: las emocionales. A las ocho de la noche se sirve la cena y después cada familia regresa a su habitación.
“Todos los días hay actividades distintas, el refugio no es un calabozo como muchas pensarían, es una casa en donde las mujeres pueden encontrar paz”, explica la directora.

Gracias a este lugar Gaby logró salvar su vida y la de sus hijos. Sus ojos están bordeados por círculos oscuros que reflejan todas las noches que no pudo dormir. Cuando recuerda la violencia a la que era sometida su voz tiembla y aprieta los ojos, intentando que el dolor se vaya.

“Llegó un punto en el que ya no sabía si iba a despertar o si volvería a ver a mis hijas”, relata la joven madre.

A su agresor lo conoció hace 15 años. Era un hombre atento y cariñoso. Los primeros años fueron fabulosos, pero a partir de su segundo embarazo todo se desmoronó. “Ahí comenzaron los golpes. Me empujaba, me jalaba el cabello, incluso una vez me tiró estando embarazada”, recuerda. A causa de estos golpes, una de sus hijas tiene un soplo en el corazón.

La violencia fue en ascenso. De los golpes con el puño pasó a lanzarle objetos y después intentó asfixiarla. “Me daba cachazos. Me pegó con un bat y en una ocasión intentó asfixiarme. Decía que yo lo hacía enojar”, relata entre suspiros. De octubre de 2015 al mismo mes de 2016, aproximadamente 60 mujeres fueron agredidas con un arma de fuego en el país, de acuerdo con datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2016 (Endireh).

De las 106 mil 223 mujeres que fueron encuestadas por el Inegi, 14 mil 664 afirmaron que en algún momento de su relación sufrieron empujones o jalones de cabello por parte de su pareja. Además, 11 mil 696 aceptaron haber recibido bofetadas y 3 mil 154 declararon que sus compañeros sentimentales intentaron asfixiarlas o incluso a ahorcarlas.

A pesar de toda la violencia a la que Gaby y sus hijas estaban expuestas, la denuncia no era una opción para ellas. Su ex esposo es un magistrado y las intimidaciones eran claras. “Él tenía mucho poder en cuanto a amistades. Me amenazaba diciendo que yo no podía acusarlo, que ni lo intentara porque no iba a poder contra él”. El hombre le repetía constantemente que si lo acusaba de violencia, le quitaría a sus hijas y se encargaría de desaparecerla.

En promedio, 79% de las mujeres que sufren una agresión por parte de su pareja no pide ayuda según la Endireh. El miedo es una de las principales razones. “Los agresores aíslan a la víctima, acaban con la red de apoyo de la mujer, como familia y amigos, hasta que no tiene salida ni a dónde ir. Si existen hijos de por medio, el círculo de violencia es más cerrado, porque las amenazan con quitarles a sus niños, por ello las víctimas prefieren aguantar”, explica Jazmín Delgado, de la Asociación Casa Gaviota.