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Relatos de un migrante que sobrevivió al secuestro de los Zetas

Tegucigalpa - Llegó al café con minutos de retraso, aunque telefónicamente reconfirmó que acudiría a la cita.  El demandante trabajo administrativo en la prestigiosa organización de la que es parte desde hace unos nueve meses le ocupa y compromete. Él procura dar lo mejor de sí al efectuarlo.

 - La zozobra al estar en poder de los sanguinarios Zetas llevó a un grupo de migrantes a idear un plan para escapar y si no quedaba alternativa: matar

- Adriano cuenta las vivencias del camino, su experiencia en La Bestia, los hostiles y discriminatorios ambientes mexicanos, pero también habla se la solidaridad humana.

- as privaciones y la pobreza siguen rondando más del 60 por ciento de los hogares hondureños que ven en la migración un escape ante la exclusión abrumadora.

Luis Adriano Orlando Cabrera, de 36 años, oriundo de Vallecillo, Francisco Morazán es el retrato de un hombre que ha construido su vida de la nada. Nació en el seno de una familia campesina, cultivadora de café en pequeña escala y tanto el padre como sus cuatro hermanos hicieron de la agricultura su precario fundamento de subsistencia.

Adriano, como le llaman sus amigos y conocidos, pese a no ser su nombre sino su primer apellido, vivió una infancia de trabajo y pobreza. Descalzo, precario en sus haberes, el bálsamo en medio de las vicisitudes era el entorno entrañable de su familia, comenta al conversar mostrando una amplia sonrisa que revela, diáfanamente, que de aquellos momentos solo le ha marcado lo bueno.


Pero también recuerda la crudeza de “los junios”, esas épocas de hambruna, de las que solo conocen los hondureños de tierra adentro, aquellos que han tenido que alimentarse con hojas o mangos verdes, para soportar el ciclo más seco y con el, la pérdida de las cosechas y los rigores de la inclemencia.

Nacido en mayo de 1981 en Vallecillo, la cuenta de su nacimiento se dio en Cedros, allí aparece en el histórico registro, inscrito en marzo del año siguiente (1982). El dato, para entonces, era solo el asomo del retraso de aquellas comunidades cercanas a Tegucigalpa, la capital del país, pero alejadas de la mano de Dios.

Allí en Vallecillo, Adriano hizo la escuela y al egresar de sexto grado, debió darse por servido; había alcanzado el máximo logro académico previsible, hasta que le tentó el prohibitivo sueño de ir a estudiar en el recién fundado instituto La Independencia. Su ser se movió hacia el colegio debido a la oferta de una beca que ofreció a su padre el director de la institución.

Dice Adriano que cuando su madre le dio la noticia de que podría estudiar con la beca creyó volverse loco de la felicidad, un estado que duraría poco porque la familia al final determinó que sería Adalid, otros de sus hijos, el que debería aprovechar la oportunidad.

El maestro que le cambió la vida

“Me caló hondo” dijo Adriano, en medio de su relato, para luego detallar que su casa modesta siempre estaba abierta para los líderes locales, al maestro, el médico, el alcalde y los dirigentes comunales a quienes su padre obsequiaba frutas y verduras de sus cosechas y comidas a base de elote, todo elaborado en la casa.

Así fue como sus deseos de seguir estudiando y la frustración de la beca que no llegó, fueron conocidos por el maestro Carlos Izaguirre, quien sin ambages le compró uniformes, útiles escolares y lo matriculó en el colegio.

“Fue un momento grandioso, aún recuerdo y agradezco al profesor Izaguirre que marcó mi vida, era tan especial que cuando sacaba un 100 en el colegio me traía a Tegucigalpa como premio” rememoró.

La diáspora de Vallecillo

El hermano de Luis Adriano Orlando Cabrera había viajado a los Estados Unidos, a finales de la década de los 90, motivado por los ejemplos de “bonanza” que se reflejaban en Vallecillo, como efectos de las remesas que ya para entonces empezaron a cambiar la arquitectura tradicional de los poblados hondureños para ponerles el acento de las edificaciones gringas. Vallecillo era parte de ese entorno.

Además, en las calles de Vallecillo ya transitaban, enviados por la diáspora local, los vehículos cargueros, a los que los inmigrantes denominan “trocas”, con llantas gruesas y que causan impacto y tanto gustan a los habitantes de tierra adentro.

Antes del Mitch, la migración de Vallecillo hacia los Estados Unidos ya se había vuelto importante, luego, con los incentivos y la puesta en vigencia de un Estatus de Protección Temporal (TPS por sus siglas en ingles), que les permitía vivir y trabajar en los EE. UU., se generó desde su entrada en vigor a inicios de 1999, una mayor motivación.

Las vivencias de los migrantes hondureños y la latente posibilidad de ser deportados en cualquier tiempo ya eran, para entonces, una potencial realidad que los indocumentados debían estar preparados para sortear en cualquier momento. Las deportaciones y las políticas antinmigrantes de entonces, aunque severas, no son comparables con las que se encuentran activas en la actualidad, cuando la migración ha sido prácticamente criminalizada.

El capítulo de la deportación también le tocó vivirlo al hermano de Adriano, quien, al ser forzadamente retornado a Honduras, permaneció en el país apenas dos meses, suficiente tiempo para casarse y llevarse a su esposa por la llamada “ruta migratoria”, mediante pago de un “coyote” o “pollero”, como se conocen a los traficantes de personas.

Adriano vislumbra el sueño americano

Fue entonces y a raíz del nuevo ingreso de su hermano a los Estados Unidos, que Luis Adriano decidió intentarlo. La precariedad de su vida le llevó a pensar en interrumpir su carrera en la universidad y buscar oportunidades y mejor fuerte en el norte del continente.

Entonces, un 7 de diciembre de 2006 a las siete de la noche, empezó para Adriano el cruce de parte de su país hasta llegar por la frontera de Agua Caliente y a tierras chapinas. Una vez en Guatemala, relata que, aunque no faltaron quienes se aprovecharon de su condición de emigrante para esquilmar sus exiguos bolsillos, cobrándole servicios sobrevalorados, esa primera etapa de la ruta le sirvió para hacer aliados y compañeros de travesía. 

Así, fácilmente conoció a cuatro emigrantes que procedían de Talanga, una vecina comunidad de Vallecillo, los hombres se unieron a él y a su compañero Walter, con quien Adriano salió de Tegucigalpa. Walter es un trabajador del transporte capitalino, que sin pensarlo dos veces aceptó la propuesta de su amigo para aventurarse y juntos cruzar la ruta migratoria e intentar llegar a las tierras del tío Sam. Walter sigue siendo inmigrante, actualmente radica en España.


La Bestia

“Hasta la frontera entre Guatemala y México se llega fácil, se van haciendo hermanos, pero ya México es lo difícil” manifestó Adriano, basado en su experiencia.

En México logró llegar a Tierra Blanca, Veracruz,  y allí fue donde abordó por primera vez el tren carguero conocido como “La Bestia”. Fue en ese lugar donde empezó una de las etapas de la ruta más cercanas a la muerte.

Adriano recuerda como los rieles por donde discurre el tren, empezaron a vibrar. Pareciera que los recuerdos están aún pegados a su piel. “Sentía como la tierra temblaba…” rememoró.

Esa sensación de la cercanía de La Bestia esperada por el éxodo, provoca que los migrantes salgan y se alisten para abordar el tren que en su ruta hala materiales y cargas diversas.

Sigue contando que, al subirse al techo de un vagón de La Bestia, se dio cuenta que no tenía ni de donde agarrase, sus compañeros habían quedado distantes de él, al menos cuatro vagones más adelante. A su alrededor había personas aterradas, otros parecían seres a los que les daba lo mismo vivir o no y quizá, alguno que otro, delincuente, dedujo. Su ubicación era peligrosa en el tren y pensó: “aquí me voy a morir…”

Temió que el sueño le venciera, pero con los gritos y el apoyo de sus compañeros le animó. Entonces tomó impulso y fue saltando y avanzando peligrosamente entre los techos de los vagones hasta caer en un área que en los trenes se conoce como góndola y allí se acomodó, en medio de una carga de material selecto, compuesto con químicos, que aún tiene en su memoria porque eran tan calientes que afectaron sus pies y parte de su cuerpo.

“Yo había comprado un lazo en Guatemala y me amarré porque el sueño vence…además el tren no siempre va a la misma velocidad y se pasa por zonas difíciles…”


Los sanguinarios Zetas

El recorrido los llevó a Orizaba, en el mismo estado de Veracruz y fue allí donde contactaron a un grupo de mexicanos que les ofrecieron ayuda para que cruzaran la frontera. Entonces se disgregaron, quedaron pocos de los que habían iniciado la travesía. Adriano habló con su hermano que estaba en Richmond y este accedió a pagarles.

Todos abordaron dos camionetas, que pudieron ser tipo suburban, según Luis Adriano. “Yo alcance a ver un arma nada más, pero notaba que todos tenían gestos de preocupación y dos guatemaltecas que iban en el grupo no paraban de llorar…. ante mis interrogantes ellas me contaron que los hombres golpearon al motorista y además amenazaban con sus armas… no sé cómo no me había percatado”, se cuestiona.

El grupo fue trasladado a una casa de lujo, comieron, pudieron ducharse y descansaron. Aquella circunstancia les abrumaba por lo vivido apenas horas antes.

Poco después se instaló de nuevo el ambiente de zozobra, en otro tramo de los traslados. “Son una mafia y rinden cuenta de los traslados y les pagan, es algo que da miedo, mucho miedo”, acentuó.

Así llegamos a Reynosa, Tamaulipas, aquel emblemático poblado marcado para la posteridad por las masacres de inmigrantes que allí se registran, muchas de las cuales han cobrado vidas de hondureños, especialmente la ocurrida entre el 22 y 23 de agosto de 2010 que dejó 72 muertos, de los cuales 21 hondureños, a manos de los Zetas y su jefe de plaza Martín Omar E!strada Luna, alias “El Kilo”, según el ejército mexicano.

Pero al inicio de su estadía allí, todo parecía haber vuelto a la normalidad, hasta que un par de días después, le trasladaron a otra casa y les obligaron llamar a sus parientes y decirles que estaban en Houston, Texas, aunque seguían en tierras aztecas. Entonces empezaron a cobrar a sus parientes. Era una especie de célula de los Zetas, uno de los más sanguinarios carteles de la criminalidad mexicana.

El hermano de Luis Adriano Orlando Cabrera les pagó tres mil dólares, después debió hacer otro desembolso por la misma cantidad.

“Allí en esa última casa en Tamaulipas, estuvimos 18 días, ya creíamos que no saldríamos con vida, los que nos cuidaban amenazaban con aquellas armas, golpeaban y se drogaban con muchas drogas, incluso hacían unos cigarros a los que les ponían tela de araña y creaban envoltorios con el papel de una biblia que alguien llevaba” describió.


El plan

“Fueron días tan cercanos a la muerte que en los espacios en que podíamos platicar decidimos hacer un plan para enfrentarnos a ellos (a los que les retenían) y de ser necesario matarlos, sí, matarlos, yo, a mí que nunca se me había pasado una idea como esa, sentí que no teníamos escapatoria, sabíamos que estábamos al borde de morir” aseguró.

Fue entonces cuando sus captores les sacaron de la casa para llevarlos hasta la orilla del río Bravo. “Y ese río es bravo por tantas cosas, por crímenes, por drogas, por tanto…allí una chicana nos atendió, nos alojó en un motel donde tenía otro grupo de paisanos, era una mujer de carácter fuerte, tenía unos 30 años, nos trató bien”, continuó su minucioso relato este hombre que decidió compartir su historia como un espejo para quienes tienen en su agenda la posibilidad de emprender un viaje irregular para llegar a los Estados Unidos.

Luego debieron cruzar el río Bravo en dos grupos, 14 en el primero, incluido el protagonista de esta historia y en el segundo 16 más, estos últimos no lograron cruzar, - “seguramente alguien avisó y los agarraron…” estimó Adriano.

Tras un azaroso camino y otras peripecias en tierras estadounidense, Luis Adriano Orlando Cabrera, se reunió a su hermano, trabajó dos años en Richmond, Virginia y durante ese tiempo laboró en plomería, fibra óptica, cartonería y un sinfín de quehaceres que le llevaron a ganar salarios que oscilaban entre los 7 y los 11.75 dólares por hora.

“Pero esa satisfacción monetaria, me hizo pensar en que no era suficiente, aprendí a ver la vida de forma distinta, quise volver a mi pedacito de tierra, el precio es altísimo, la depresión lo afecta a uno, nunca terminé sintiéndome cómodo, al año planifique regresar y ahorré, espere las fechas de acción de gracias para poder traerles regalos a todos y que me salieran baratos…traje mis ahorros, volví a Honduras a los dos años, regresé a la universidad, terminé mi carrera, aquí me ha tocado duro, da pesar la corrupción, ver como se roban hasta el papel higiénico de los sanitarios en los hospitales o como tenemos que ponerle  agua con un balde a un baño… pero, bueno, lo demás es historia…” expuso este joven que trabaja para una organización  cristiana, anticorrupción, donde le abrieron las puertas . Él pregona su amor por el país en el que vive con su esposa y en el que ha formado su familia.