Tamaulipas: donde perdimos el derecho a la verdad
Tardaron dos horas en matarlos, “tiro tras tiro hasta que terminamos”, relató uno de los sicarios. De aquella matanza hubo dos sobrevivientes, un hondureño y un ecuatoriano. Era el 21 de agosto de 2010. Los migrantes viajaban a bordo de dos camiones rumbo a la frontera norte de México.
Un grupo de Zetas —“como ocho”— los interceptó en las cercanías de Reynosa, Tamaulipas. Los Zetas bajaron de cuatro vehículos nuevos, de color gris. Traían chalecos antibalas, fornituras y pasamontañas. Hicieron descender a los choferes y les preguntaron para qué grupo delictivo trabajaban. Como la respuesta fue “para nadie”, se los llevaron. A la fecha se desconoce su destino.
También a los pasajeros de los autobuses se los llevaron. Los vendaron, los esposaron. Se dirigieron a un rancho abandonado y ahí los tiraron al piso.
Referí en la columna de ayer los pormenores de la matanza ocurrida en marzo de 2011 en Allende, Coahuila, según los consigna un informe realizado por El Colegio de México y la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas. Bajo la coordinación de Sergio Aguayo y Jacobo Dayán, ambos organismos reconstruyeron los hechos de Allende y registraron la aterradora cauda de omisiones y complicidades —en los tres órdenes de gobierno— que los hicieron posibles.
Pero el informe analiza también otra tragedia. Otra matanza. La que ocurrió aquel 21 de agosto 2010 en un rancho de San Fernando.
Según el testimonio de los dos sobrevivientes, Los Zetas les quitaron las camisetas a los migrantes para ver si tenían tatuajes. Les ofrecieron trabajo: como sicarios a los hombres, como empleadas domésticas a las mujeres. Solo tres aceptaron, según un testimonio (solo uno, según otro). Al resto decidieron eliminarlo porque sabían que el Cártel del Golfo estaba reforzando sus filas precisamente con migrantes. Les dispararon en la cabeza mientras se hallaban tirados en el piso.
A los dos migrantes, el ecuatoriano y el hondureño, los dieron por muertos. Uno caminó varias horas hasta Matamoros y relató su historia en la Casa del Migrante. Otro pudo llegar hasta una base en donde un grupo de marinos atendió su relato. Las dos versiones están llenas de lagunas, de puntos oscuros, de contradicciones. Pero la verdad no pudo conocerse porque en realidad nadie la buscó.
La infantería naval comenzó la búsqueda por tierra y aire. Los marinos detectaron a un grupo de Zetas y sobrevino un enfrentamiento. Ese enfrentamiento les permitió seguir la pista del rancho: 72 cadáveres estaban apilados contra un muro. Había 58 hombres y 14 mujeres.
En los años por venir, veríamos la misma historia una y otra vez: los 36 policías municipales de San Fernando estaban al servicio de Los Zetas. Aunque era pública la presencia del grupo delictivo en la región, el presidente municipal no la denunció ni se opuso a ella porque “no tenía conocimiento de los hechos”.
La procuraduría estatal no hizo investigación alguna para llegar a la verdad. Fue omisa al levantar los cuerpos, no resguardó el lugar, ni siquiera reunió elementos que pedían a gritos ser aclarados.
El colmo: el cuerpo de un migrante brasileño fue repatriado con el nombre de un migrante hondureño.
El gobernador Egidio Torre Cantú evadió cualquier responsabilidad y se limitó a dejar el asunto en manos de la Federación.
A pesar de que el secuestro de migrantes era una situación generalizada en el estado desde hacía muchos años, y aunque la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, CNDH, había documentado casos que sugerían la colusión de autoridades de los tres órdenes de gobierno —incluido el Ejército y el Instituto Nacional de Migración—, nunca se investigó el papel de estas instancias.
La CNDH presentó un informe tres años y medio después. Dicho informe fue considerado tardío e insuficiente: no había investigado a fondo “si el Estado mexicano estaba involucrado por acción u omisión”, no analizaba si las autoridades habían fallado en el cumplimiento de sus obligaciones generales: dar garantía y proteger el derecho a la vida.
El Colmex solicitó el expediente a la PGR para elaborar su informe. La PGR alegó que esa institución no podía acceder a la indagatoria, debido a su carácter reservado.
La conclusión es descorazonadora: del policía de la esquina a las más altas esferas de gobierno, nada garantiza el derecho a la verdad.